Aprovechando la visita de mi hermana y de
mi cuñado a la Ciudad de México, fuimos a ver algo que teníamos pendiente desde
nuestro primer día de expatriación: La
Lucha. Así, a secas, es como se nombra aquí a la lucha libre mejicana. Y os
aseguro que es una maravilla tan cupletera que no das crédito.
Más que a un teatro o a un pabellón
deportivo, el Arena México se parece
a una plaza de toros de pueblo, pero cuadrada y entre medianeras (formando
parte de una “cuadra”). Los días de
Lucha, las inmediaciones del Arena son un bullicio de público comprando su
entrada, vendedores callejeros de todo tipo de merchandising luchón, coches
en triple fila, polis haciendo como que ordenan el tráfico, reventas,
pedigüeños…
Unos acomodadores centenarios encuentran
tu lugar, insisten en que se merecen más propina, y luego del forcejeo ya
empieza el show. Gracias a que aquí
la explotación infantil no está tan mal vista como en otros lugares, la espera
hasta el comienzo del espectáculo es amenizada por unos niños danzarines
vestidos de cowboys… lo típico.
Como todo el mundo sabe, los “combates”
no son tales, sino coreografías circenses que siguen un guion preestablecido.
Pero ¿y qué?, también las elecciones mexicanas están amañadas y no pasa nada. Y
verdaderamente, que sea “falso” no le quita el mérito acrobático, que tienen y
mucho los vuelos y caídas de los luchadores.
El circo consiste en 5 combates, siempre
en grupo, que van desde los de 2 contra 2 hasta los de 18 luchadores en el
ring, todos contra todos. Para rebajar el nivel de testosterona y anabolizantes
del espectáculo, los combates son anunciados por unas macizas escuetas de ropa
que muestran, entre otras cosas, las pancartas correspondientes.
El espectáculo no está sólo en el ring,
sino en el propio público, que no para de gritar, animar y abuchear. La frase
“chinga a tu madre, pendejo” es usada sin medida alguna.
Algo fascinante de La Lucha es que
prácticamente todos los luchadores son enmascarados, ya sean de la “esquina
técnica” (los buenos) o de la “esquina ruda” (los malos). ¡En el wrestling de los U.S.A. sería impensable un luchador bueno a cara
cubierta!
Los nombres de los luchadores podrían
considerarse la 8ª maravilla del mundo: Sagrado, Luciferno, La Sombra, Euforia,
Virus… ¡qué de talento metido en esto!
Además de dividirse en “técnicos” y
“rudos”, existe otra división que detectó perfectamente mi cuñado Miguel, que
es entre “cachas” y “gordifuertes”. Estos últimos encajan aún mejor que los
primeros en el ambiente ligeramente decadente y trasnochado que inunda todo.
Y es que en la era del Ipad, un
espectáculo tan de carne y hueso, tan de lycra brillante, tan ingenuo y tan
anacrónico, tiene un encanto irresistible.
En México da la impresión de que todo
está pasado de vueltas, de manera que cuando uno no espera sorpresas, las hay;
y cuando uno espera algo sorprendente, pues lo que encuentra es una marcianada
total. El momento de máxima estupefacción por mi parte en La Lucha fue uno
protagonizado por Místico, el
luchador estrella de la noche. Entre combate y combate, se proyectaban, en una
pantalla gigante, vídeos promocionales de Lucha, homenajes a gente de la Lucha,
y demás. Pues bien, entre esos vídeos se
encontraba una joya. Se trataba de una campaña de concienciación de la
importancia de la lectura infantil, en el que se veía al mismísimo Místico,
ataviado (o desataviado) con su equipación completa de luchador (botas, calzón, máscara y nada más), sentado
en la biblioteca de un colegio, charlando distendidamente con un niño sobre las
bondades de leer y estudiar.
Os lo digo, en México uno se queda loco
cada dos por tres.
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