jueves, 30 de octubre de 2014

Carta (de amor) abierta a don Luis Buñuel.






Muy señor mío,

Una de las cosas que debo al cine es que me haya servido como vehículo para conocer a grandes personajes. El más grande de ellos es usted, don Luis. Como en otras ocasiones, el interés que me despierta el cine de un determinado autor, se convierte, en un momento dado, en interés por ese creador, por su persona, por su vida. No soy un erudito, no he visto todas sus obras, pero tengo una sólida admiración cupletera por usted.

Como digo, todo empezó por su cine. Con 16 años vi Los Olvidados y me causó la impresión de u cubazo de agua fría en la cara. La anticipación a los problemas de descohesión social en las periferias de las grandes urbes (¡estrenada en 1950!), el retrato realista y duro del entorno por un lado y las pinceladas oníricas y líricas por otro, despertaron vivamente mi curiosidad.

Al poco entré en contacto con su etapa inicial, la más puramente surrealista, con Un Perro Andaluz y La Edad de Oro. Más tarde estudié y entendí algo del movimiento surrealista: la yuxtaposición de conceptos inconexos como método de trabajo, el ataque sistemático a la sociedad burguesa, la insumisión a la disciplina de continuidad espacio-temporal… pero en ese momento yo sólo intentaba digerir esa imágenes de cine “prehistórico” (años 1929 y 1930 respectivamente) con una fuerza descomunal, una brutalidad estética que me descomponía, una belleza intemporal y una capacidad enorme de sugerir. ¿De sugerir qué?, ¿por qué?, ¿qué quiere decir?, ¿hay algún mensaje freudiano en esto?... Entendí más tarde que no: que todas las tramas o significados que yo creía adivinar eran sólo lo que yo quería comprender.

La obra de Dalí, su compañero en aquella etapa, coguionista de esas dos películas y el miembro del grupo surrealista que más popularidad y rendimiento económico obtuvo, me parece hoy pretenciosa, literal y aburrida. Artista de póster en sala de espera de dentista. Sin embargo, el surrealismo de usted, don Luis, tiene algo de pura verdad que le hace transcendente. Siempre quedó algo de fiel surrealismo en todas sus películas.

Poco a poco y con la inestimable ayuda de TVE (¡viva la televisión pública!) fui disfrutando (y sufriendo, que su cine es muy turbador) de muchas de sus joyas: Nazarín, Viridiana, El Ángel Exterminador, Simón del Desierto, Belle de Jour, Tristana, El Discreto Encanto de la Burguesía, o Ese Oscuro Objeto de Deseo. Por cierto… ¿habrá alguien mejor que usted poniendo títulos? Imposible; en este aspecto, como en otros muchos, me arrodillo ante usted.

En todas sus películas tengo la sensación de haberlas entendido sólo a medias, y eso es maravilloso porque me dejan con un apetito insaciado que me hace volver a por más Buñuel. Todas me sorprendieron, me perturbaron y me hicieron reflexionar, muchas veces sobre cosas que dudo mucho estuviesen en su intención como creador. Así es su cine: un eficaz catalizador de actividad neuronal pero sin señalar la dirección del razonamiento, sin atisbo de autoridad moral o intelectual.

Me chocaba que algunas de sus películas fuesen producciones francesas rodadas en España, otras producciones españolas rodadas en España, otras producciones mejicanas rodadas en México, otras producciones francesas rodadas en Francia, otras producciones mejicanas rodadas en México… ¿esto por qué? Mi cupletera curiosidad fue saciada por un regalo de mi madre: un libro llamado “Mi Último Suspiro”, autobiografía de usted asistida por su amigo, el guionista Jean-Claude Carriére. Entonces ya sí que me enamoré del todo.

Nacido en 1900, es usted puro siglo XX. Criado en una familia acomodada dentro de una sociedad rural aún casi feudal, se va convirtiendo usted en un personaje cosmopolita y universal, con contacto directo con toda la agitación artística, política y social del siglo. Calanda, Zaragoza, San Sebastián, Madrid, París, Los Ángeles, Nueva York y México D.F. Nada mal para un chico de pueblo en un mundo analógico lleno de fronteras. Pero aún más sorprendentes son las amistades que mantuvo (Dalí, Lorca, Chaplin o André Bretón) o los actores con quien trabajó (Paco Rabal, Fernando Rey, Silvia Pinal, Catherine Deneuve, Carole Bouquet o Ángela Molina)… ¡en una ocasión fue usted invitado a cenar en casa de George Cukor junto a, entre otros, John Ford, Alfred Hitchcock, Willian Wyler y Billy Wilder! Un auténtico festival mitómano.

Además de director de cine, su curriculum laboral pasa por ser asesor técnico-histórico en Hollywood, jefe de protocolo (en realidad de inteligencia y propaganda) en el Embajada de España en París durante la Guerra Civil, y director del MOMA de Nueva York. El del Cupletero que le habla es aún un poco menos interesante.

Es usted un personaje fascinante, además, por inclasificable y contradictorio. Un garrulo cultísimo. Un erudito palurdo. Un tipo rudo, de pueblo, amante de las armas y del boxeo… y también amante de los sueños y de la poesía. Sencillo pero cosmopolita. Subversivo pero bon vivant. Revolucionario pero perezoso. “Ateo gracias a Dios” (en sus propias palabras).

Cuando supe que vendría a vivir a México una temporada, se me revolvió el recuerdo de su cine mejicano, y no tuve más remedio que releer su biografía, que cada vez me parece un libro más interesante, hasta el punto de convertirse usted en algo así como mi filósofo de cabecera. Me parece de una clarividencia remarcable su acercamiento a los grandes temas del hombre: Dios, el misterio, el trabajo…

Sobre Dios, su posición es para mi exquisitamente racional: “me niego a hacer intervenir a una divinidad organizadora  cuya acción me parece más misteriosa que el el misterio; no me queda sino vivir en cierta tiniebla. Lo acepto”. O “en alguna parte entre el azar y el misterio se desliza la imaginación, libertad total del hombre”. Este idilio fiel que mantiene usted con la incertidumbre, en su vida y en su obra, es para mi pura belleza y pura verdad.

También comulgo con su veredicto sobre el trabajo, sacrosanto pilar de la sociedad burguesa, pero que ustedes los surrealistas entendieron que es una falacia. El trabajo para ganarse la vida, se entiende. No así el que se hace por gusto o por vocación, ese sí ennoblece al hombre. Se lo vengo diciendo a mi jefe desde hace mucho, pero de momento no me ha valido para gran cosa. Lo seguiremos intentando.

A sus pies, don Luis.

El Cupletero-Mariachi.

 

martes, 7 de octubre de 2014

Boxtrolls, sala VIP.



No sé si existe en España, pero en cualquier caso no es tan habitual ni tan popular como en Méjico ver películas en las llamadas “sala vip”.  La cosa consiste en cruzar un cine con un cabaret y con el sillón del tío Paco. O sea:

  1. Cójase una sala de cine.
  2. Añádase unos sillones reclinables de confort máximo con los que quedarse mirando al techo si a uno le apetece.
  3. Sitúense bien separados dichos sillones para evitar la clásica guerra de codos con el vecino.
  4. Una vez conseguido esto, instale una cocina e intercale mesas cada dos butacas.
  5. Contrate usted una legión de camareros (aquí “meseros”) veinteañeros que irán y vendrán atendiendo las comandas del respetable.  
  6. Ya está, disfrute de la experiencia.

En mi caso no creáis que disfruté tanto; el Cupletero en el fondo es bastante purista, y no es amigo de elementos externos que distraigan de la propia película. Y como habréis intuido, una sala vip es un buen carajal de comida, bebida (alcohólica si uno gusta) y meseros que traen la vuelta de la cuenta. Además, hasta que acabé mi menú estuve viviendo sin vivir en mi, pendiente de no mancharme de mayonesa y de no echarme encima la cerveza con ayuda de la oscuridad y de mi natural torpeza cuando miro una pantalla.

Pero oye, esa butaca que me abrazaba como una madre a su bebé me la hubiera llevado a casa de mil amores.

La película elegida fue Boxtrolls, una infantil (hola, seguimos sin canguro…) que a España llega a finales de octubre. Me encantó. Bueno, el principio no lo recuerdo bien, ya que estaba centrado en mojar patatas en salsa de jalapeños sin perder la dignidad.

Boxtrolls es la tercera película de la productora Laika Entertainment, especialistas en stop motion y responsables de Los Mundos de Coraline y de El Alucinante Mundo de Norman. Colaboraron en sus inicios con Tim Burton en La Novia Cadáver y desde luego aprendieron bien. No he visto Norman, pero Coraline y Boxtrolls me parecen fabulosas. 

En plena era digital, una técnica narrativa como la stop motion o “muñequitos-que-parece-que-se-mueven” tiene algo de rupestre y de innecesariamente laborioso pero, tal vez por ello, emocionantemente bello. Al final de los títulos de crédito de Boxtrolls hay un divertido guiño a la desmesurada trabajera necesaria para animar esas inanimadas figuritas a base de imágenes fijas sucesivas.

Si ha sobrevivido esta arcaica técnica de animación es porque aporta, cuando se hace bien, una belleza plástica tremenda, sobre todo cuando se apoya en un universo formal y en una sensibilidad tan particular y rica como la de Tim Burton, el mago indiscutible de este género y autor de la maravillosa Pesadilla Antes de Navidad, que es la referencia evidente de Boxtrolls (muy digna “hija” de aquélla).

Pero además de una gran experiencia plástica (su diseño gráfico y su dirección de producción son una pasada), Boxtrolls es una amena historia de búsqueda de las identidades personales y de grupo, y con personajes bien definidos… estereotipados hasta la caricatura tal vez, pero eso es algo adecuado para el género de los cuentos.  Un tarzán atolondrado, una adorable niña rebelde, un aristócrata bobo, un malvado travestido, unos esbirros filosofantes… Tiene golpes muy divertidos y un mensaje moral de fondo suficientemente complicado como para ser soportable por el público adulto.

Y las manchas de jalapeños salen en la lavadora, o sea que bien.