martes, 28 de enero de 2014

Shine a Light.


No veo más que ventajas en ser un Rolling Stone. Si tienes que diseñar la portada de un disco no lo haces en una reprografía de Argüelles, te lo hace Andy Warhol (Stiky Fingers). Si tienes que presentar una gala-concierto no lo hace tu cuñado el simpático, lo hace Bill Clinton. Y si tienes que hacer un vídeo de un concierto no se lo encargas a Photoboda Studio Carabanchel, te lo hace Martin Scorsese. 

El documental Shine a Light se estrenó en cines en 2008, se grabó principalmente en los dos conciertos del Beacon Theatre de Nueva York en 2006, y junta en el mismo cartel los nombres de los Rolling Stones y de Martin Scorsese. Dos nombres tan grandes que da vértigo verlos juntos. El resultado es excepcional, como no podría ser de otra forma, y eso que el Cupletero nunca hubiera hecho esa selección de canciones para un concierto: me sobran algunas y me faltan muchas de mis favoritas. Se nos priva de maravillas como  Dead Flowers, Angie, Let’s Spend the Night Together, Gimme Shelter y muchas más. En un momento del reportaje Jagger parece explicarse argumentando que algunos temas no funcionan cantados en un teatro… le tendremos que creer. 

Soy muy de los Stones, son músicos extraordinarios y eso sería suficiente para “llenar” un documental. Pero si se lo encargas a Sorsese sabes que no se va a quedar ahí la cosa. Efectivamente, el veterano realizador no se conforma con darnos música; el cine se cuela también en el documental para presentarnos a los Rolling personajes. Incluso cae muy acertadamente en la tentación de convertirse él mismo en personaje de la película. 

Los primeros minutos de la película nos relatan un divertido choque de trenes, o de egos, entre Jagger y Scorsese. No se puede saber cuánto hay de invento en ello, pero el director aparece superado por la falta de colaboración de la banda, y el músico quisquilloso, puñetero y casi sádico, parece disfrutar agotando la paciencia de aquel. Paulatinamente, y ayudado por cortes de viejas entrevistas de los años 60, 70 y 80 se nos van dibujando a sutiles pinceladas los personajes principales. Un Mick Jagger racional, prudente, metódico y trabajador. Un Charlie Watts incrédulo y perezoso que parece militar en la banda de rock más grande de la historia como podría estar trabajando en un sucursal de Caja Duero. Un Ronnie Wood chuleta y cariñoso. Y sobre todo un Keith Richards apasionante. Reflexivo, inteligente, cínico y socarrón, no es de extrañar que Johnny Depp se inspirara en él para crear su Jack Sparrow (aunque yo diría “copiar” más que “inspirar”). Un tipo de finísima ironía que aseguraba a finales de los 70 que lo que hacía antes de salir a tocar delante de 100.000 personas era… “despertarse”(I wake up). No se puede contar más cosas con una respuesta más escueta.  En el concierto del Beacon Theatre este superviviente de TODO nos regala otra de sus ágiles socarronerías saludando al público con un “It’s good to see you… it’s good to see anybody”. Claro, lo importante es estar. 

Se las arregla además el cineasta para introducir en el relato una idea fuerza: la caducidad no existe, o al menos no somos nadie para determinarla. A Mick Jagger se le preguntó, cuando llevaba 2 años tocando en la banda, cuánto creía que duraría; contestó que ni siquiera esperaba haber aguantado dos años, pero que ya puestos esperaba seguir un año más. La respuesta correcta, a día de hoy, hubiera sido 52 años como mínimo. 

Los Rolling no son lo que eran, cierto. La rebeldía, el exceso, la agitación y la energía desbocada se han diluido. En el Beacon Thetre vemos a unos artistas millonarios que tocan para biencomidos miembros de la burguesía americana. Pero ahora estos sesentones (hoy algunos ya setentones) son bandera de la resistencia, la supervivencia y la lealtad a lo que aman hacer. No sólo desafían al paso del tiempo, es que se burlan de él. A edades en las que mucha gente vive en pantuflas, ellos enseñan el ombligo y sacan la lengua.  ¡Bravo!


El Planeta de los Simios


Los finales son difíciles. Hay muchos finales malos, incontables finales mediocres, algunos finales buenos y un puñado de excelentes finales. Por encima de esta categoría se encuentra el final de El Planeta de los Simios: el 10 de los finales. La primera vez que vi El Planeta de los Simios fue en la tele (soy un cinéfilo más de sofá que de filmoteca, qué le voy a hacer) y me quedé literalmente boquiabierto, mirando a rápidas ráfagas a mi madre, que por supuesto sí conocía ese desenlace, buscando una confirmación al “¿lo estoy entendiendo bien?” que sacudía mi cabeza. Recuerdo nítidamente cómo ella asentía mientras se le escapaba esa media sonrisa de quien sabe que está asistiendo a un momento único, porque no se puede experimentar por segunda vez ese puñetazo en la cara que es contemplar por primera vez el plano final de este peliculón. 

La primera tentación es pensar que este final extraordinario lo es porque la novela sobre la que se basa así lo decía. No es así, la novela tiene un gran final sorpresa pero no es el mismo. El final cinematográfico añade una vuelta de tuerca más, pero sobre todo está contado mucho mejor: sin prisa, dando eficaz y progresivamente la información necesaria y sólo la necesaria. Y todo ello envuelto en esa banda sonora atonal, estridente y desquiciante del gran Jerry Goldsmith. 

El final del remake de 2001 se parece más al de la novela, creo recordar. Y digo “creo” porque apenas recuerdo nada de aquella versión, y eso que yo soy muy de Tim Burton. Me lo pasé bien en el cine pero no volví a pensar en esa película nunca en mi vida. Es un mal muy común a los remakes, en los que se cuenta una misma historia con más medios, más efectos especiales, más acción,  más espectáculo…  pero menos alma, menos cine. 

El Planeta de los Simios parece una historia de ciencia ficción que narra un viaje intergaláctico de 2000 años y las aventuras de la tripulación de la nave después de aterrizar en un mundo extraño y hostil. Y lo es, es una buena película de acción, pero también y sobre todo es el viaje desde el discurso inicial, cínico pero esperanzado, hasta la desgarradora maldición de la última secuencia. El Planeta de los Simios se estrenó en 1968, mientras en Francia tenían el mayo de todos los mayos, y en EEUU la contestación ciudadana contra la guerra de Vietnam no hacía más que crecer. En este contexto de agitación social llega esta peli con aspecto de inofensiva peli de acción comercial, pero que sin embargo es una auténtica película-protesta, con una carga crítica descomunal. 

En una lectura meramente literal, empezamos con el corto pero demoledor discurso antibelicista de Taylor antes de hibernarse, esperando despertar en un mundo mejor y dirigiéndose a una generación que espera sea mejor que la suya pregunta: “¿continúa el hombre combatiendo contra sus hermanos y dejando morir de hambre a los hijos de su vecino?”. Y cuando llegamos al final este viaje, ese hombre absolutamente derrotado, arrodillado en la playa, clama ese inolvidable “¡yo os maldigo, os maldigo a TODOS!”. No queda entonces nada de la ligera esperanza que albergaba ese Taylor reflexivo, inteligente y cínico pero que necesitaba creer que “debía existir en algún lugar del universo algo mejor que el Hombre”. Cuando ves a todo un Charlton Heston arrodillarse semidesnudo y hundir la cabeza entre sus hombros para gemir esas palabras sólo puedes pensar que efectivamente, no existe solución para el ser humano. 

La carga crítica de la película no termina ahí, en el plano literal. El mundo en el que aterriza Taylor es una sociedad enferma. Los gorilas son la especie que ejerce la fuerza para mantener el orden. Los orangutanes constituyen la clase que legisla pero también juzga, y además dirigen la ciencia y la fe para dominar a través del miedo. Y finalmente los chimpancés, que constituyen una estudiosa y laboriosa clase media, con sensibilidad e inteligencia, pero sin fuerza para tomar el control. Vamos, ya veis que pura ciencia ficción, nada que guarde el más mínimo parecido con nuestro orden social… ¿verdad que no? 

Esta gran película no sería ni la sombra de lo que es si no fuera por la acertadísima elección de Charlton Heston para interpretar a Taylor. No encontraréis mucha gente que lo tenga entre sus actores favoritos, pero yo sí lo tengo en esa categoría. Se le tacha de hierático e inexpresivo y de tener escasos registros. Yo digo sin embargo que no los necesitaba, que es uno de esos escasos actores que tienen una presencia tal que una vez puestos en pantalla necesitan hacer muy poco más. Su rostro anguloso y su gesto severo por una parte, junto a su rocoso físico lo hicieron insustituible en papeles históricos. En El Planeta de los Simios ese halo histórico aporta a su personaje una enorme épica muy apropiada a la historia. Cuando hablo de su cuerpo no me refiero, o no solamente, a una musculatura desarrollada y ya está, al estilo de sex symbols posteriores (como el Mark Wahlberg del remake sin ir más lejos) sino a una expresividad corporal fabulosa que en este caso es imprescindible para hacer creíble un personaje que se pasa la peli entera en taparrabos (y sin taparrabos). 

Por otro lado, la biografía de Heston trabaja paradójicamente a favor de la historia. Un reconocido ultraconservador defensor del derecho a ir armado interpretando al descreído y antibelicista astronauta, y curiosamente este contraste dota a la película de una fuerza añadida. Esa ironía llega al extremo de aplauso total cuando el doctor Zaius exclama señalando a una armado Heston, “¡hay que ser idiota para dar un arma de fuego a un animal como ese!” Años más tarde, de 1998 a 2003, ese “animal” sería el presidente de la National Rifle Association. 

La visibilidad de Charlton Heston en dicho cargo llevó a Michael Moore a entrevistarle para su documental Bowling For Columbine y a pedirle explicaciones sobre el controvertido meeting de la NRA que él presentó en el mismo condado y apenas una semana después de la matanza de Columbine. Heston, desorientado y sorprendido, hizo un papel lamentable en aquella entrevista. Aquello no me gustó. El derecho (¡¿derecho?!) a portar armas de fuego no me cabe en la cabeza: un derecho que te permite disparar a un intruso, así como permite a ese intruso armarse hasta los dientes para entrar en tu casa… no se me ocurre una barbaridad mayor. Pero aún así no me gustó que Moore hiciera leña de ese árbol casi ya caído que era el Heston de 1999, presentando ya síntomas claros de una demencia senil que le apartaría de la vida pública al poco de aquella entrevista. 

Como buen mitómano que soy, odio que ensucien mis mitos y me niego a recordar a ese Heston decrépito y crepuscular. Podríamos quedarnos mejor con ese actor que participó en la marcha a Washington por los derechos civiles de 1963 junto a otras estrellas, aquélla en la que Martin Luther King dio su célebre discurso “I have a dream”. 



Pero sobre todo recordaré a ese gran Charlton Heston de la playa, de rodillas, derrotado y furioso.  


Actores


Hace poco encontré esta foto y quedé fascinado. Una preciosa Marilyn frente a un espejo de feria, jugando con el distorsionado reflejo de sí misma. Pero bien podría tratarse de un espejo plano convencional, porque la percepción que la actriz tendría de ella misma sería siempre diferente a la que nosotros, espectadores, tenemos de ella. Si ella se viese tan sumamente interesante y bella como nosotros la vemos, no habría sido jamás la persona insegura y dependiente que fue. Y sin embargo esta persona se dedicó a interpretar, exponiéndose, como lo hacen todos los actores, a la constante evaluación y crítica por parte del público. Valiente, ¿no?

Me fascinan los actores. Todos admiramos a los artistas en general: escritores que te hacen reflexionar con una novela, pintores que te conmueven con un lienzo, compositores que te emocionan con una sinfonía… Pero para mi la labor del actor tiene un enorme valor añadido. El artista en general se parapeta detrás de su propia obra cuando se produce la experiencia de su arte, sin embargo el actor es su propia obra.  Un pintor desnuda su alma produciendo su cuadro, pero cuando lo termina puede salirse de él y entregarlo al espectador que tendrá (o no) una complicidad con el artista a través de ese objeto, de ese cuadro. Un actor no puede hacer eso, no puede tomar distancia de su propia obra, que es ese personaje que estará defendiendo con su piel, su voz… su todo.  Esto es un acto de generosidad y valentía que a mi me conmueve.

Su trabajo tiene además una componente enormemente emocionante: tiene lugar en tiempo real. Es como un atleta, que por mucho que entrene, se lo juega todo el día de la competición. Y puede ocurrir que tropiece. Y ocurre. El actor prepara durante mucho tiempo su cuerpo, su mente y su alma para interpretar su papel, pero a la hora de la verdad se lo juega todo en una representación, una escena o una toma. Por ello cuando veo a un actor concentrado esperando a su frase me recuerda al atleta preparado en la línea de salida o el futbolista que se dispone a tirar un penalti.  Esto ocurre de forma brutalmente evidente en el teatro, pero también en el cine hasta cierto punto.

El cine permite un mayor margen de corrección del trabajo de un actor, pero por otra parte añade un factor también muy inquietante: la permanencia. Permanece para la posteridad, sea bueno , malo o regular. Y quedará para siempre con la propiedad de recordarle que antes era peor actor, o mejor actor, o más guapo, o menos tenso… o como mínimo más joven (eso seguro).  

Desde luego, una peli (o pieza teatral) con un mal guion o una mala dirección no la levanta el actor por magistral que sea su trabajo, pero esto no es recíproco, ya que una mala interpretación puede cargarse cualquier película por buena que sea “sobre el papel”. El actor es la pieza final del engranaje, la punta de lanza de toda la producción. Todo fracasará si esa punta de lanza es endeble, pero si es firme se clavará en la carne del espectador, produciéndose esa comunión mágica.  Ese es el trabajo del actor, a mi entender:  penetrar en la carne del espectador empujado por todo el equipo técnico y artístico.
No es de extrañar que exista prácticamente todo un género de películas sobre actores. Actores interpretando a actores… apasionante, me encantan.  Tenemos obras maestras como Eva al Desnudo o El Crepúsculo de los Dioses, y muy interesantes también  son Mi Semana con Marilyn, Tootsie en un código muy diferente, o La Semilla del Diablo, que sin ser muy de este género, tiene a un impresionante John Cassavetes actor obsesionado con la fama que llega a pactar con el diablo (ahí es nada).

Tengo la inmensa suerte de contar con algunos actores entre mis mejores amigos,  y ello no hace más que aumentar la admiración que siento por ellos. Escucho embelesado cuando hablan de la forma en la que preparan un personaje, cómo lo estudian, cómo lo diseccionan. Y me emociona compartir en alguna medida sus inseguridades, miedos, dudas… y sobre todo su lucha. Es un proceso bellísimo, muy especial.  

Toda mi admiración y mi agradecimiento por entretenernos, por distraernos, por divertirnos, por emocionarnos, por educarnos, por ayudarnos a reflexionar, a crecer… por ayudarnos a vivir en definitiva. 


GRACIAS. 

Frozen


Mis hijos son ya unos minicupleteros y por lo tanto les encanta ir al cine, aunque sea a ver una peli mala. Como a mi, vaya. Por eso cuando salimos de la sala y les pregunto si les ha gustado la película ellos siempre responden “sí, mucho”. Así que mi táctica para medir su grado de placer consiste no en preguntar, sino en contar el número de veces que se recolocan en la butaca durante la proyección. Con este método me sale que Frozen les ha gustado bastante, pero no les ha vuelto locos.

Hace tiempo que las productoras de animación saben que la batalla de taquilla se libra tanto entre los niños como entre los adultos que acompañan a aquéllos. En este aspecto, hay títulos que son un auténtico festival de sincronización entre gustos infantiles y adultos, con infinidad de guiños y sabia ironía que hacen las delicias de papá acompañante o a veces casi pastor de ruidosas pandillas. Indicando el camino de este subgénero estaba ya El Libro de la Selva, pero en su cima yo pongo Shrek (sólo las dos primeras), Madagascar (ídem) y Toy Story (la trilogía completa).

Tal vez por el ansia de hacerse un hueco en ese Olimpo, Frozen propone una historia con una trama algo enrevesada y lenta para niños acostumbrados al ritmo de Bob Esponja. Y como los productores son muy listos y saben que transcurrido ya un tercio de la película están a punto de perder la atención de los más pequeños, se sacan de la manga uno de esos personajes secundarios graciosetes  sobre los que recae la responsabilidad de recuperar la atención de la chavalada. En este caso el encargado de la misión es Olaf, el muñeco de nieve (¿vivo?) amigo de los niños que bordea la línea de lo odioso en casi todo momento.  Así que como tengo un problema de ritmo meto un payasete que me amenice la audiencia… o sea que tapo un error con otro error . Mal.

Por acabar con lo que no me gustó, diré que todas las canciones menos dos me parecieron auténticos laxantes. De esta escatológica categoría salvo Libre Soy, que es bien chula, y En Verano por lo divertida que es. Las ensoñaciones veraniegas de un muñeco hecho de helada nieve merecen la pena verse…  ¿No se siente todo el mundo identificado?  Anhelamos la idea de algo que nos falta de modo absolutamente estúpido  tantas  veces… 

Ya no hay películas de animación malas técnicamente hablando, pero sí desacertadas en su diseño gráfico. No es el caso de Frozen, que tiene una gráfica preciosa y muy sugerente. 
Hay otros grandes aciertos. Un cuento de hadas con no una princesa, sino  dos,  y con no un príncipe, sino dos: uno aristócrata y otro proletario.  Esos 4 protagonistas evolucionan e interactúan de forma original, sorprendente incluso en muchos momentos.

La moraleja de la historia es muy contemporánea,  toda una lección de inteligencia emocional: las emociones hay que gestionarlas, nunca anestesiarlas, ni siquiera por un bien que parezca mayor. Bello mensaje, ¿no?


Pero lo mejor de todo para mi, un auténtico soplo de aire frozen: por fin un cuento en el que un beso “de amor verdadero” es algo distinto. Algo distinto del amor joven, heterosexual y monógamo que es lo que se nos ha intentado inculcar hasta náusea que es el verdadero amor. Descomunal estupidez, porque el amor sea como sea y sea entre quien sea , es siempre verdadero. Y si no, es que no es amor.  

Paint Your Wagon

Paint Your Wagon es en castellano La Leyenda de la Ciudad Sin Nombre. Evidente, “pinta tu carreta” en español se dice “la leyenda de la ciudad sin nombre”.  O espera, que no, creo que no es del todo una traducción literal, sino más bien una interpretación… bueno tampoco, es más bien una invención. ¿Pero cómo fue posible esa odisea en el espacio  del traductor de turno? Tengo mi propia teoría, que no he encontrado quien me confirme ni me desmienta. Pinta tu carreta = elige el color de tu vehículo/vida = vive a tu manera = sé libre. Ese mensaje no estaría del todo bien visto en la España de 1969… demasiado revolucionario.

Paint Your Wagon es una de mis películas favoritas de todos los tiempos. La he visto incontables veces y me ha acompañado desde niño. Me fascinaba, como puede dar buen testimonio una cinta de VHS que teníamos en casa y que llegó a verse como el Canal + codificado de tanto ponerla. Y según yo crecía, su visionado me iba aportando nuevas y mejores lecturas. Por eso digo que me acompaña, porque en cada etapa me contaba algo adecuado a mi momento vital. Ella, la peli, esperaba a que yo creciera para ir contándome secretos. ¿No es mágica esa propiedad que tienen las buenas historias? Te enseñan sólo lo que estás preparado para asimilar.

Cuando era niño, las aventuras de Ben Rumson y Socio eran la diversión máxima. Vida en medio de la naturaleza, en total libertad, hecho un guarro y rodeado de amigotes con los que reir, bailar pisando charcos y pelearse a puñetazo limpio. Y hacer túneles para robar, y que te persigan un oso y un toro… y acabar navegando el río en una bañera. ¿A alguien se le ocurre una mejor definición del paraíso? Y todo ello apuntalado por eso que reconoces perfectamente desde niño, mucho antes que la lealtad, la fidelidad o la pasión: LA AMISTAD.  Por un amigo se hace todo, con un amigo se comparte todo.

De adolescente aparecieron ellas. Estaban desde siempre, pero ya he dicho que esta peli te cuenta sólo la parte que te interesa, y ellas era desde luego mi nuevo interés. Una impresionante Jean Seberg por la que merecía la pena pagar todo el patrimonio de uno… y el de su socio. ¿Quién, en su sano juicio, no lo hubiera hecho? Pero además, hemos dicho, con un amigo se comparte todo. Hasta la mujer de uno, sin duda. ¿Qué Elisabeth no es suficiente para todos? Pues vamos y raptamos a un puñado de frescas y arreglado. Y de paso montamos unos locales de juego, bebida y compañía para cupletear a gusto. De nuevo me parece fascinante esa escala de valores libre, ese antipuritanismo, ese oxígeno que entra a chorro en los pulmones.
Y de adulto comprendo el nuevo y doloroso concepto: la renuncia. El conflicto interno de los protagonistas que entienden que para alcanzar algo tendrán que abandonar el resto. Rumson tendrá que renunciar a la compañía para defender su libertad de espíritu. Socio renuncia a la libertad para edificar junto a su amor. Y Elisabeth tendrá que dejar ir a su gran amigo y amante para abrazar la seguridad, y sobre todo para pertenecer a algún sitio. También aparece esa desagradable y asfixiante presión social de los bienpensantes de turno, que uno tiene la suerte de no conocer de niño.

Paint Your Wagon  es una extrañísima película. Es un western, qué duda cabe. Tiene pistolas, caballos, buscadores de oro… pero está impregnada de un espíritu hippy que la pone en las antípodas de John Ford.  Y es además un correctísimo musical. Los expertos nunca la sitúan entre los mejores musicales, y yo se lo achaco a 3 canciones absolutamente soporíferas, pero en su defensa diré que están perfectamente colocadas para funcionar de descanso… el resto del metraje va a un ritmo trepidante. Sí, ya habéis adivinado que esos 3 somníferos son Elisa, Maria y sobre todo Behind the Door. Para mí el resto de las piezas musicales son excelentes, brillando especialmente Wand’rin’ Star, que es todo un himno.
El reparto es bien peculiar también. Yo lo sitúo entre curioso y marciano total. Una Seberg  que viene de ser la musa de la Nouvelle Vague (¡ À Bout de Souffle nada menos ! ), un tipo duro como Clint Eastwood, estrella de la televisión y del spaghetti western, que se pone a cantar entre los pinos, y un veterano Lee Marvin que llega para tocar el cielo y hacer el papel de su vida. Porque Lee Marvin ES Ben Rumson, imposible imaginar sustituto alguno.

Pero yo me quedo con mi punto de vista infantil, porque Paint Your Wagon es sobre todo una enorme historia de AMISTAD, y de ésas hay muy pocas.
Y también con un lema: the best things in life are dirty. ¿Alguien lo duda? 


The Counselor


No es exactamente el último grito en nuestras pantallas, pero este sábado vi por fin The Counselor.

¿Lo mejor? Factura impecable, grandes interpretaciones y diálogos ingeniosos. ¿Lo peor? Factura impecable, grandes interpretaciones y diálogos ingeniosos.

Me explico. The Counselor es como una de esas personas que tienen todo lo necesario para ser guapas, pero no lo terminan de ser. Buen tipo, bonita nariz, un pelazo, dientes blancos... por partes son perfectas, pero el conjunto no pasa de anodino.

The Counselor está perfectamente realizada. No faltaba, más, ¿verdad, Ridley? Es preciosas de ver. Buena fotografía, paisajes alucinantes, localizaciones exóticas y unos planos a vista de pájaro de una Ciudad Juárez que resulta aterradora ya desde el cielo. El tema de los narcos mejicanos es tremendamente interesante, la trama engancha y tiene brillantes diálogos.

La interpretación es un auténtico recital. Ya te avisa (casi te chilla) el cartel de la película, haciendo gala de un casting de "dream team", con esos cinco apellidos a toda página. Apellidos de esos que ya andan solos sin nombre. No hace falta, todos sabemos quiénes son. FASSBENDER, el chico de moda, lo hace todo bien. CRUZ, nuestra gran estrella, nuestra "pica en Flandes"... o en Hollywood. BARDEM, ese actor de casta, que en esta ocasión parece necesitar de una caracterización excesiva para comunicar todo lo que quiere. PITT, el guaperas que siempre fue buen actor y que cada vez lo es mejor: no es posible llenar mejor la pantalla con gestos triviales, como caminar, colocarse el cinturón, dar un trago a una cerveza... 

Y DÍAZ: una de mis debilidades. Enorme, hipnótica, magnética... imposible mirar hacia otro lado cuando está en pantalla... bueno, ni mirar a otro lado ni tragar saliva ni nada de nada. Esta actriz es una joya, una mujer que está entre pibón y pibonazo (según autores), a quien sin embargo se le quedan pequeños los papeles de chica mona. Ella siempre es más que eso. Más sexy, más gamberra, más infantil, más divertida o más cruel. En The Counselor te deja pegado a la butaca en al menos dos ocasiones: cuando "zarandea la jaula" de nuestra Penélope, y cuando... bueno, cuando sube al Ferrari. Por lo visto se pensó primero en Angelina Jolie para el papel de Malkina... me alegro del cambio, para mi no hay comparación.

Pero. Sí, ahora voy con el "pero". Una buena factura factura, a estas alturas, no es suficiente para sostener una superproducción de Hollywood. Los diálogos ingeniosos y las reflexiones profundas, cuando se dan en sobreabundancia, restan fuerza a la historia, e incluso te llegan a sacar de ésta: ¿capos del cártel de Ciudad Juárez citando a Machado? ¿Hola?

Respecto al trabajo actoral,  ya he dicho es estupendo. Pero a mi me da la impresión de que cada una de las estrellas está gritando que quiere un Oscar desde el primer plano. Esta acumulación de talento y egos con la que cuenta la película debería estar mejor orquestada, más discriminada y matizada: los momentos de transición más bajos, para que resalte la intensidad de los grandes momentos. Por ejemplo, el que debería ser el gran papel de la historia, el más interesante, que es la Malkina de Cameron Díaz, se queda un poco monolítico y literal, sin sorpresas. Es una cazadora, un depredadora... que viste, se mueve y hasta se tatúa como si fuera una pantera. O un guepardo, que son precisamente sus animales de compañía. Demasiado evidente.

La que mejor se porta en este sentido es Cruz, que consciente de ser un personaje secundario y el más "normal" de todos, actúa con modestia y generosidad, dejando el lucimiento a sus compañeros.

Así que nada, Ridley, tiene que ser duro ser una leyenda viva del cine, pero vamos... un peli "correcta" no es lo que se espera del padre de Blade Runner. A ver con Éxodo qué tal te va, estaremos pendientes.