viernes, 28 de marzo de 2014

Y sin embargo, te quiero (carta abierta a Harrison Ford)



Querido Harrison,

No soy más que un modesto cupletero que te admiraba (o te admira, no lo sé) con locura. No te decepciona quien quiere, sino quien puede, y tú seguro que no querías, pero pudiste… y mucho.

Es sabido que empezaste a actuar en la universidad porque te gustaban las chicas del grupo de teatro. ¿Se puede ser más cupletero? Me encanta este dato de tu biografía. En algún momento de esta primera juventud un accidente de coche y un volante de certera puntería te dejaron esa cicatriz en la barbilla que años más tarde sería un arma de destrucción masiva para espectadoras de todo el planeta.  Más tarde, para “llenar” el tiempo entre papel y papel, aprendiste carpintería, lo que te aportó manos de artesano y cierta paz de espíritu. Así que en este periodo, tus inicios, tenemos a un apuesto muchachote de Chicago, mediocre actor con manos de obrero y una cicatriz sexy que va sobreviviendo de papel secundario en papel terciario durante unos 12 años.

Y entonces ocurrió. No fue un golpe de suerte, fue EL golpe de suerte. Quién iba a pensar que por hacer ese pequeño papel en American Graffiti, el director de ésta, un tal George Lucas, te iba a proponer para el carajal de película en el que andaba metido: un western intergaláctico con resonancias bíblicas y de extremo oriente llamado Star Wars. Así te convertiste en Han Solo (rebautizado recientemente por mi hija de 4 años como “Jacobo”). Eso significa interpretar el papel más molón del producto cinematográfico con más repercusión mediática y comercial de la historia, y que además es la creadora de una mitología atea a la que reverenciamos toda una generación. Y para ti es un sueldo Nescafé para toda la vida, ya que estuviste bien listo al negociar parte de tu sueldo sobre los beneficios de la saga, así que cada vez que compramos un muñequito de Boba Fett algo te cae en la hucha.

¿Puede haber algo en este mundo mejor que interpretar a Han Solo? Sólo una cosa: encarnar a Indiana Jones… ¡ y también te tocó! Enorme suerte para ti, pero también uno de los grandes aciertos de casting de la historia. Eres sencillamente insustituible como Indi. ¿Quién hubiera podido sudar de esa forma, correr de esa forma, encajarse el sombrero de esa forma? Nadie. Categóricamente.

Y como no hay dos sin tres, cuando ya eras el héroe por antonomasia, el que todos queríamos ser, resulta que te conviertes en uno de los mejores antihéroes del cine: el Rick Deckard de esa maravilla llamada Blade Runner. Así de paso te ganaste un hueco también en el cine de culto cinéfilo.

Han Solo, Indiana Jones y Rick Deckard… ¡la Santísima Trinidad! Así que yo quería ser como tú, ¿quién no?

En este momento te llega la etapa de llanear en la cumbre. Entre las dos excelentes primeras secuelas de Indi eliges papeles con muy buen olfato en exitosas películas, que además son de alta calidad y muy dispares: Único Testigo (¡cómo me gusta!), La Costa de los Mosquitos, Frenético y Armas de Mujer.  

Después de Indiana Jones y La Última Cruzada se cierra esa etapa dorada y la cosa decae. Aunque mucho menos interesantes, los títulos de esta etapa tienen un nivel aceptable: Presunto Inocente, A Propósito de Henry, El Fugitivo, Juego de Patriotas y Peligro Inminente.

Nos estrellamos en Air Force One, que funcionó como un tiro en taquilla pero es una tontuna previsible y aburrida. ¿En serio pensaste que era buena idea convertirte en un presidente pistolero? A partir de ahí no sé qué te pasa pero no sales del estercolero, que si Hollywood: Departamento de Homicicios, que si Caprichos del Destino, que si K-19 The Widowmaker… ¡es que son malos hasta los títulos, macho!

No sospechaba yo por aquel entonces que aún quedaba lo peor: Indi 4, o Indiana Jones y no sé qué mierda de la calavera de cristal… es que paso hasta de aprenderme el título.  No sólo es una mierda de siete picos diseñada exclusivamente para vender vídeojuegos, es que es una burla, una tomadura de pelo a toda una generación que crecimos adorando a Indiana. Una única buena secuencia de acción (la de la nevera) y nada más, el resto es para escombro. ¿Cómo pudiste hacerme eso? Yo te quería. ¿Necesitabas dinero? Pídemelo a mi, pero no te cargues mi héroe, mi ejemplo.

Desde entonces no haces más que mediocridades absurdas. Y lo que queda, porque nos han confirmado que harás de Han Solo geriátrico en la última trilogía de Star Wars, después de ver  cómo Lucas se ha cargado la saga con esos capítulos I, II y III que no hay por dónde cogerlos… ¿que la Fuerza de un Jedi se mide en un análisis de sangre? Vete a la mierda, George.

Algún rumor se oye sobre un Indi 5 protagonizado de nuevo por ti… no lo hagas, por favor, te lo suplico de rodillas, no lo podría soportar. Ten piedad de tus fans y no intentes volver al lugar donde has sido feliz.

Siempre tuyo,

El Cupletero.

PS: Una última cosa, Calista Flockhart. ¿En serio? Ninguna mujer del globo te rechazaría, pero te quedas con ese mondadientes lánguido con labios de silicona. No entiendo nada.

lunes, 17 de marzo de 2014

El Gran Hotel Budapest




La semana pasada me colé en el pase de prensa de El Gran Hotel Budapest. Digo me colé porque, a pesar de estar invitado, no estaba técnicamente acreditado. Una serie de malentendidos  en la cadena de mando de La Chatarrería Magazine hicieron que mi nombre no estuviera en la lista adecuada en el momento adecuado. Afortunadamente, la muchacha que revisaba dicha lista no era inmune al hoyuelo que le sale al Cupletero en la mejilla izquierda cuando sonríe, y tras un breve y cortés forcejeo acabó apuntando mi nombre a boli y regalándome un “anda, pasa”. Afortunadamente, porque lo que allí vi bien merecía aquel regateo.  

Entre los buenos cineastas seguramente se pueden distinguir los “ejecutores” y los “creadores”. A la primera categoría pertenecen aquellos que resuelven con eficacia, oficio y arte cualquier encargo, independientemente de su grado de implicación en la producción. El mayor y mejor ejemplo de éstos, para mi, es Stephen Frears. ¿Qué tienen en común Mi Hermosa Lavandería, Las Amistades Peligrosas, Café Irlandés, Alta Fidelidad y The Queen? Pues seguramente que todas están fantásticamente bien dirigidas y poco más. 

A la segunda categoría, los que yo he llamado “creadores”, pertenecen todos aquellos que, sin importar la historia que cuenten, ésta se impregna del universo personal del director/escritor de tal modo que son perfectamente identificables como hijos de sus padres. Woody Allen, Tim Burton, Fellini, Berlanga, Godard, Almodóvar… algunos crean escuela y otros son genios solitarios, pero está claro que son creadores de mundos particulares con señas de identidad que se repiten y reconocen sin esfuerzo. Sin duda pertenece también a este grupo Wes Anderson.

El Gran Hotel Budapest  tiene todos los elementos andersonianos. Una dirección de arte, un vestuario y una puesta en escena en general minuciosa y preciosista, que es un festín para estetas. Un sentido del humor inteligente, irónico y sutil. Unos personajes que rozan lo caricaturesco defendidos por una auténtica colección de caras conocidas. Una atmósfera abstracta, ultra limpia, casi onírica que lo envuelve todo… en fin, todo lo que tiene “una peli de Wes Anderson” y que hará las delicias de sus defensores más incondicionales.  

Sin embargo, Anderson  es mejor en esta ocasión, ya que en El Gran Hotel Budapest se apoya en un argumento más sólido de lo habitual, alejándose de esas tramas desestructuradas que hacen algo difícil de seguir otras de sus películas. En este caso existe una firme trama de aventuras sobre la que se apoya todo lo demás, y se agradece. Por ello creo que esta es una buena ocasión para que se acerquen a Anderson  todos aquellos interesados por su universo pero que en otras ocasiones, se sintieron un poco aturdidos o despistados. Y vaya por delante que yo me apunto entre éstos.

Anderson, desde luego, ama el cine que hace. Lo mima, lo cuida y sobre todo se divierte escribiéndolo y dirigiéndolo; eso el espectador lo percibe y se disfruta. Es un director juguetón, que se permite hasta el lujo de recrearse en una indeterminación geográfica e histórica que tiñe todo de un tono de cuento de hadas que resulta delicioso.

Añádase a todo lo dicho una música preciosa, unos golpes desternillantes y unas interpretaciones excelentes con un Ralh Fiennes estratosférico y ya sabéis el resultado: Cupletero plenamente satisfecho.

martes, 4 de marzo de 2014

Los Santos Inocentes



Cuando digo que Los Santos Inocentes es una de mis películas favoritas, suele haber alguien que me pregunta, queriendo acotar el alcance de mi valoración, “¿de las españolas?”. Entonces el Cupletero piensa: “¡que no coooooño!, ¿he dicho yo eso?, de las españolas, de las americanas, de las francesas, de las italianas… ¡de la historia universal del cine!” Pero el Cupletero dice un escueto “no, del cine en general”. Es que no me gusta incomodar. Lo pienso de verdad, esta película se trata de tu a tu, en cuanto a calidad cinematográfica, con cualquier Bertolucci, Ford, Truffaut o Coppola.

Vi por primera vez esta peli a los 13 años y sacudió mi percepción de la naturaleza humana de tal forma que pasó a formar parte de mí para siempre. No fui el único chico impresionado, porque al día siguiente se formó cierto debate en clase de lengua sobre la película y los temas que trata de forma directa o indirecta. A veces nos dedicábamos a cosas así en el colegio: debatir, intercambiar puntos de vista, reflexionar en voz alta… ¡qué barbaridad! Menos mal que otras veces nos dedicábamos a cosas verdaderamente importantes, como aprendernos de memoria la tabla periódica de los elementos. Aun así yo incluiría su obligado visionado en el plan de estudios de 1º o 2º de la ESO. Apunta la idea, Wert.

Los Santos Inocentes es, para empezar, una gran novela. El mundo es injusto, todos lo sabemos; desde el instante de nuestro nacimiento somos resultado de una cruel lotería genética y social, y a partir de ahí se construye todo un orden mundial incorrecto. Pero Delibes se deja de zarandajas, saca la lupa y se sitúa en un punto concreto del globo (una finca de Extremadura), en una época determinada (el tardo-franquismo) y relata con unos pocos personajes una historia extrema. De extrema dureza, de extrema desigualdad, de extrema proximidad y de extrema violencia, donde hombres tratan a otros hombres como a animales o, peor aún, como a propiedades inánimes. Lo hace Delibes apoyándose exclusivamente en el relato de los acontecimientos, y éstos a su vez y sobre todo a través de los diálogos. Con esto quiero decir que Delibes va al grano, sin hacer apuntes sociales, juicios morales ni profusas descripciones contextuales: relato, relato y relato. El contexto se extrae del propio léxico, muy concreto del mundo del campo y la caza, y sobre todo de la transcripción directa de la forma de hablar de los personajes, que dan toda la información necesaria sobre su extracto social.

El texto de la novela es tan directo, tan dialogado, que parece un guion de cine. No es de extrañar que se realizase su adaptación a la gran pantalla, y fue Mario Camus en 1984 quien se encargó de ello. El resultado respeta escrupulosamente el espíritu de la novela y traslada casi palabra por palabra los diálogos a boca de los actores, pero es aún mejor que aquella. Todo lo bueno de la novela está en la película, pero ésta añade más elementos.

Añade más información del contexto social, y da un giro estructural muy interesante al pasar a contar la historia en flashbacks a partir de la vida posterior de los chicos, Quirce y Nieves. Esa “vida posterior” da cierta esperanza al espectador, ya que se intuye un cierto salto social en su generación, aunque sea a costa de romper con sus raíces.  

Añade crudeza al relato, lanzando mensajes más categóricos. La diferencia de los vestuarios entre clases, por ejemplo, que deja asomar una incipiente modernidad en unos, mientras otros visten harapos medievales. Pero sobre todo a mi me impresiona mucho que a “La Charito” de la novela en la película se la llama sólo y siempre “La Niña Chica”, poniendo de relieve la consideración casi “infrahumana” que se le da. Difícil de digerir, como mínimo.

Añade esa música maravillosa de Antón García Abril, primitiva, casi tribal que subraya los momentos de máxima intensidad al final de cada “capítulo”. Te pone los pelos de punta.

Y añade sobre todo el valor que aporta un trabajo actoral inconmensurable. Ese Agustín González como Guarda Mayor, cornudo y tenso como un arco, humillado y tal vez por ello violento. Esa enorme Terele Pávez, la Régula, que es el sostén moral de la familia, resistente, leal, dura… todo lo cuenta con 4 palabras y 3 gestos, ni uno más. Paco Rabal, ese hombre, ese niño grande “una miaja inocente” que no pisa la tierra, sino que pertenece a ella. Imposible imaginar a nadie más en la piel de Azarías. Verle gritar, decir o susurrar ese repetitivo “milana, bonita” es estremecedor.

Juan Diego como el señorito Iván es el mejor villano de la historia del cine. Así de categórico soy. El actor borda este personaje, triunfador, biencomido y hasta simpaticote pero que es la quintaesencia del mal. Es un cóctel perfecto de educación machista, arrogancia de clase vencedora y superioridad social por una parte, pero completado con una arbitrariedad caprichosa, una ambición insaciable y una patológica falta de empatía con el dolor del prójimo. Absolutamente aterrador, Juan Diego en Los santos Inocentes ES el mal.

Y sobre todo ese Paco El Bajo de Alfredo Landa. El eterno “españolito medio”, un gran actor hasta en películas infumables, que cuando por fin tiene entre manos un personaje a su altura realiza una obra maestra. Se mueve conmovedoramente entre la dignidad y la humillación, entre el servilismo y la sana lealtad, entre la ilusión y la decepción… con una riqueza de matices que permite revisar una y otra vez su interpretación y descubrir mensajes nuevos cada vez.  Landa es el “hombre normal” por antonomasia, con toda la grandeza y toda la mierda que ello conlleva.

En una película donde se ahorca a un hombre en pantalla, la escena de violencia más brutal es otra: cuando el guarda mayor decide que la chica, Nieves, ya es “pollina” suficiente como para entrar a servir en la casa grande, a pesar de que Paco El Bajo insiste tímidamente en que ellos, sus padres, quieren que vaya a la escuela,  siendo esto ni siquiera denegado, sino simplemente ignorado (no merece la pena ni ser escuchado). La mirada que se intercambian entonces Paco y Régula, de absoluta desesperanza amordazada con miedo, asumiendo que se les está robando el futuro en ese instante una vez más, una generación más. Absolutamente terrorífico.