Entre los estrenos de la semana pasada tenemos Crónicas
Diplomáticas (Quai d’Orsay en versión
original, como ya todos habréis adivinado). Es una comedia francesa. Aquí ya
muchos habrán dejado de leer, considerando un desvarío del Cupletero unir dos
términos contrapuestos como son “comedia” por un lado, y “francesa” por otro.
En España nos cuesta muchísimo reírles la gracia a los
franceses, en cualquier aspecto en general y en cine en particular. Para la
potencia cinematográfica que es Francia, nos llegan relativamente pocas producciones
a las salas españolas, estrenándose sólo películas muy avaladas por los
festivales y la taquilla. Las comedias se estrellan con mucha frecuencia, pero
cuando funcionan en taquilla lo hacen a lo grande. Ahí están Tres Solteros y un
Biberón, Los Visitantes, Bienvenidos al Norte o Intocable, bombazos de taquilla
todos también en nuestro país. Supongo que con la esperanza de convertirse en
una de esas excepciones a la regla llega a nuestras pantallas Crónicas
Diplomáticas.
La cinta llega avalada primeramente por la firma de Bertrand
Tavernier, uno de los grandes nombre galos, autor de aquella delicia llamada
Hoy Comienza Todo (Ça Commence Aujourd’hui).
También trae un premio César debajo del brazo, el que consiguió Niels Arestrup como
mejor actor de reparto. Es efectivamente un papelón el que intrepreta el
veterano actor, que se mete en la piel de un eficaz y pausado diplomático de
carrera. Otra medalla que muestra orgullosa la película es el premio del jurado
al mejor guion en el Festival de San Sebastián, y ahí sí que no estoy de
acuerdo.
El punto fuerte de la película es el dibujo de los
personajes, los diálogos y algunos de los gags, francamente muy divertidos.
Pero la historia parte de ningún sitio para llegar exactamente al mismo sitio,
lo que hace que el tiempo entre gag y gag se haga largo. Y sobre todo carece de
recorrido en los personajes y sus interrelaciones, que ni evolucionan, ni
entran en crisis, ni se resuelven las tensiones sexuales sugeridas ni nada de
nada.
Lo que sostiene (tal vez a duras penas) la película es sobre
todo el gran Thierry Lhermitte en la piel de ese Ministro de Asuntos Exteriores
claramente inspirado, al menos formalmente, en Dominique de Villepin. Elegante
y seductor como sólo un político francés puede serlo, también es un charlatán profesional, preocupado por transmitir
dinamismo y determinación aunque detrás de esa imagen proyectada a la opinión
pública no haya más que un enorme vacío mononeuronal. Obsesionado por reducir
una realidad apabullantemente complicada a 3 conceptos que poder defender, no
es de extrañar que tenga una apasionada relación de amor con los subrayadores
fluorescentes. Precisamente su discurso entorno a estos alegres rotuladores es
lo mejor de la película, en mi opinión.
Personajes, sí. Historia, no.
Y recordad que la francofonía y la gestualidad que ésta conlleva
se llevan especialmente mal con los doblajes… El cine francés, o se ve en
francés o no se ve. Eso, y a hacer la colada en una lavandería pública, son las
dos cosas que aprendí durante mi cupletero Erasmus parisino.
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