martes, 4 de marzo de 2014

Los Santos Inocentes



Cuando digo que Los Santos Inocentes es una de mis películas favoritas, suele haber alguien que me pregunta, queriendo acotar el alcance de mi valoración, “¿de las españolas?”. Entonces el Cupletero piensa: “¡que no coooooño!, ¿he dicho yo eso?, de las españolas, de las americanas, de las francesas, de las italianas… ¡de la historia universal del cine!” Pero el Cupletero dice un escueto “no, del cine en general”. Es que no me gusta incomodar. Lo pienso de verdad, esta película se trata de tu a tu, en cuanto a calidad cinematográfica, con cualquier Bertolucci, Ford, Truffaut o Coppola.

Vi por primera vez esta peli a los 13 años y sacudió mi percepción de la naturaleza humana de tal forma que pasó a formar parte de mí para siempre. No fui el único chico impresionado, porque al día siguiente se formó cierto debate en clase de lengua sobre la película y los temas que trata de forma directa o indirecta. A veces nos dedicábamos a cosas así en el colegio: debatir, intercambiar puntos de vista, reflexionar en voz alta… ¡qué barbaridad! Menos mal que otras veces nos dedicábamos a cosas verdaderamente importantes, como aprendernos de memoria la tabla periódica de los elementos. Aun así yo incluiría su obligado visionado en el plan de estudios de 1º o 2º de la ESO. Apunta la idea, Wert.

Los Santos Inocentes es, para empezar, una gran novela. El mundo es injusto, todos lo sabemos; desde el instante de nuestro nacimiento somos resultado de una cruel lotería genética y social, y a partir de ahí se construye todo un orden mundial incorrecto. Pero Delibes se deja de zarandajas, saca la lupa y se sitúa en un punto concreto del globo (una finca de Extremadura), en una época determinada (el tardo-franquismo) y relata con unos pocos personajes una historia extrema. De extrema dureza, de extrema desigualdad, de extrema proximidad y de extrema violencia, donde hombres tratan a otros hombres como a animales o, peor aún, como a propiedades inánimes. Lo hace Delibes apoyándose exclusivamente en el relato de los acontecimientos, y éstos a su vez y sobre todo a través de los diálogos. Con esto quiero decir que Delibes va al grano, sin hacer apuntes sociales, juicios morales ni profusas descripciones contextuales: relato, relato y relato. El contexto se extrae del propio léxico, muy concreto del mundo del campo y la caza, y sobre todo de la transcripción directa de la forma de hablar de los personajes, que dan toda la información necesaria sobre su extracto social.

El texto de la novela es tan directo, tan dialogado, que parece un guion de cine. No es de extrañar que se realizase su adaptación a la gran pantalla, y fue Mario Camus en 1984 quien se encargó de ello. El resultado respeta escrupulosamente el espíritu de la novela y traslada casi palabra por palabra los diálogos a boca de los actores, pero es aún mejor que aquella. Todo lo bueno de la novela está en la película, pero ésta añade más elementos.

Añade más información del contexto social, y da un giro estructural muy interesante al pasar a contar la historia en flashbacks a partir de la vida posterior de los chicos, Quirce y Nieves. Esa “vida posterior” da cierta esperanza al espectador, ya que se intuye un cierto salto social en su generación, aunque sea a costa de romper con sus raíces.  

Añade crudeza al relato, lanzando mensajes más categóricos. La diferencia de los vestuarios entre clases, por ejemplo, que deja asomar una incipiente modernidad en unos, mientras otros visten harapos medievales. Pero sobre todo a mi me impresiona mucho que a “La Charito” de la novela en la película se la llama sólo y siempre “La Niña Chica”, poniendo de relieve la consideración casi “infrahumana” que se le da. Difícil de digerir, como mínimo.

Añade esa música maravillosa de Antón García Abril, primitiva, casi tribal que subraya los momentos de máxima intensidad al final de cada “capítulo”. Te pone los pelos de punta.

Y añade sobre todo el valor que aporta un trabajo actoral inconmensurable. Ese Agustín González como Guarda Mayor, cornudo y tenso como un arco, humillado y tal vez por ello violento. Esa enorme Terele Pávez, la Régula, que es el sostén moral de la familia, resistente, leal, dura… todo lo cuenta con 4 palabras y 3 gestos, ni uno más. Paco Rabal, ese hombre, ese niño grande “una miaja inocente” que no pisa la tierra, sino que pertenece a ella. Imposible imaginar a nadie más en la piel de Azarías. Verle gritar, decir o susurrar ese repetitivo “milana, bonita” es estremecedor.

Juan Diego como el señorito Iván es el mejor villano de la historia del cine. Así de categórico soy. El actor borda este personaje, triunfador, biencomido y hasta simpaticote pero que es la quintaesencia del mal. Es un cóctel perfecto de educación machista, arrogancia de clase vencedora y superioridad social por una parte, pero completado con una arbitrariedad caprichosa, una ambición insaciable y una patológica falta de empatía con el dolor del prójimo. Absolutamente aterrador, Juan Diego en Los santos Inocentes ES el mal.

Y sobre todo ese Paco El Bajo de Alfredo Landa. El eterno “españolito medio”, un gran actor hasta en películas infumables, que cuando por fin tiene entre manos un personaje a su altura realiza una obra maestra. Se mueve conmovedoramente entre la dignidad y la humillación, entre el servilismo y la sana lealtad, entre la ilusión y la decepción… con una riqueza de matices que permite revisar una y otra vez su interpretación y descubrir mensajes nuevos cada vez.  Landa es el “hombre normal” por antonomasia, con toda la grandeza y toda la mierda que ello conlleva.

En una película donde se ahorca a un hombre en pantalla, la escena de violencia más brutal es otra: cuando el guarda mayor decide que la chica, Nieves, ya es “pollina” suficiente como para entrar a servir en la casa grande, a pesar de que Paco El Bajo insiste tímidamente en que ellos, sus padres, quieren que vaya a la escuela,  siendo esto ni siquiera denegado, sino simplemente ignorado (no merece la pena ni ser escuchado). La mirada que se intercambian entonces Paco y Régula, de absoluta desesperanza amordazada con miedo, asumiendo que se les está robando el futuro en ese instante una vez más, una generación más. Absolutamente terrorífico.

4 comentarios:

  1. Citando a Juan Roldán: "Cupletero bonito!"

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  2. Me ha encantado el blog, muchas gracias por recordarme esta impresionante película!!

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  3. Willy! No había visto tu comentario... muchas gracias! Y a las Desmonts también, por descontado.

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