La semana pasada me colé en el pase de prensa de El Gran
Hotel Budapest. Digo me colé porque, a pesar de estar invitado, no estaba
técnicamente acreditado. Una serie de malentendidos en la cadena de mando de La Chatarrería
Magazine hicieron que mi nombre no estuviera en la lista adecuada en el momento
adecuado. Afortunadamente, la muchacha que revisaba dicha lista no era inmune
al hoyuelo que le sale al Cupletero en la mejilla izquierda cuando sonríe, y
tras un breve y cortés forcejeo acabó apuntando mi nombre a boli y regalándome
un “anda, pasa”. Afortunadamente, porque lo que allí vi bien merecía aquel
regateo.
Entre los buenos cineastas seguramente se pueden distinguir
los “ejecutores” y los “creadores”. A la primera categoría pertenecen aquellos
que resuelven con eficacia, oficio y arte cualquier encargo, independientemente
de su grado de implicación en la producción. El mayor y mejor ejemplo de éstos,
para mi, es Stephen Frears. ¿Qué tienen en común Mi Hermosa Lavandería, Las
Amistades Peligrosas, Café Irlandés, Alta Fidelidad y The Queen? Pues
seguramente que todas están fantásticamente bien dirigidas y poco más.
A la segunda categoría, los que yo he llamado “creadores”,
pertenecen todos aquellos que, sin importar la historia que cuenten, ésta se
impregna del universo personal del director/escritor de tal modo que son
perfectamente identificables como hijos de sus padres. Woody Allen, Tim Burton,
Fellini, Berlanga, Godard, Almodóvar… algunos crean escuela y otros son genios
solitarios, pero está claro que son creadores de mundos particulares con señas
de identidad que se repiten y reconocen sin esfuerzo. Sin duda pertenece también
a este grupo Wes Anderson.
El Gran Hotel Budapest
tiene todos los elementos andersonianos.
Una dirección de arte, un vestuario y una puesta en escena en general
minuciosa y preciosista, que es un festín para estetas. Un sentido del humor
inteligente, irónico y sutil. Unos personajes que rozan lo caricaturesco
defendidos por una auténtica colección de caras conocidas. Una atmósfera
abstracta, ultra limpia, casi onírica que lo envuelve todo… en fin, todo lo que
tiene “una peli de Wes Anderson” y que hará las delicias de sus defensores más
incondicionales.
Sin embargo, Anderson es mejor en esta ocasión, ya que en El Gran
Hotel Budapest se apoya en un argumento más sólido de lo habitual, alejándose
de esas tramas desestructuradas que hacen algo difícil de seguir otras de sus
películas. En este caso existe una firme trama de aventuras sobre la que se
apoya todo lo demás, y se agradece. Por ello creo que esta es una buena ocasión
para que se acerquen a Anderson todos
aquellos interesados por su universo pero que en otras ocasiones, se sintieron
un poco aturdidos o despistados. Y vaya por delante que yo me apunto entre
éstos.
Anderson, desde luego, ama el cine que hace. Lo mima, lo
cuida y sobre todo se divierte escribiéndolo y dirigiéndolo; eso el espectador
lo percibe y se disfruta. Es un director juguetón, que se permite hasta el lujo
de recrearse en una indeterminación geográfica e histórica que tiñe todo de un
tono de cuento de hadas que resulta delicioso.
Añádase a todo lo dicho una música preciosa, unos golpes
desternillantes y unas interpretaciones excelentes con un Ralh Fiennes
estratosférico y ya sabéis el resultado: Cupletero plenamente satisfecho.
Esta es la que vimos en la estación en Stuttgart, no? Habrá que verla....;)
ResponderEliminar